domingo, 19 de abril de 2009

Seres de luz.

Cuando la pequeña, descalza atravesó el umbral de la ciudadela, le asombró encontrar tanto vacío en su interior.
Los pocos árboles que se erguían sobre el árido terreno, carente de verdes pastos, eran maderas afinadas que no despertaban vida desde sus ramas.
En sus copas, no anidaban las aves y tampoco proyectaban refrescante sombra hacia el suelo.
Los intensos colores y perfume de las flores no armonizaban el camino, ni los sonidos particulares de la noche
Aquel páramo desolado solo otorgaba un desalentador entorno.
La pequeña que inyectaba al exterior el calor, color y alegría de su interior, no podía, parecía que su alma se entristecía cada vez más a su paso, al internarse en el lugar.
La noche fue doblegada por la luz matinal, pero aquel amanecer no tenia los rojizos colores que anteceden al nuevo día.
No contenía la luminosidad de los plateados rayos solares que bajaban a la tierra, era una claridad opaca, falta de fuerza, de color de vida.
La niña continuó su cansina marcha, hasta divisar un empedrado camino que se desprendía del reseco suelo.
Avanzó, salieron a su encuentro un grupo de niños, numeroso. Las pequeñas caritas le rodearon.
Aquella niña mujer de once años, que mixturaba su presente entre ingenuidad y joven madurez tenía un ángel especial con los niños pequeños.
Lograba imantarlos con su espíritu guía y contenedor, se sentían protegidos, aquel par de hermosos y grandes ojos irradiaban confianza y eran luceros encendidos.
Aquel grupo infantil no distaba del resto de los pequeños, al verla no lograron separarse de ella y a medida que el camino se extendía a sus pies, cada vez eran más y más los niños que se sumaban en procesión a su marcha lenta pero segura.
Se volvió a verlos, eran muchísimos, cuando les observó notó que existían características comunes en todos ellos.
Sus caras estaban tristes, sus ojos vidriosos, en casos llorosos, como tormenta que encapota el cielo, así se mostraban sus rostros.
No eran felices, no había risas, ni algarabía, ni juegos, aquellos niños parecían personas mayores carentes de alegría, desilusionadas, entregadas, atormentadas.
Cuando se atrevió a hablar y preguntar quienes eran y porque la seguían.
Las ensombrecidas caras la miraron como queriendo sacar respuestas de sus resecos labios.
Pero no, no podían por más que se angustiaran por no poder, no hablaban.
Aquellos chicos eran completamente mudos, ninguno era capaz de emitir sonido.
Sus angustiantes miradas hablaban por ellos, dejando ver que su presente no era venturoso.
La niña se entristeció aún más la ver aquel espectáculo de silencio y continuó la marcha con aquel mar de chicos a sus espaldas, que maduraban el camino, en silencio, en calma, pero todos y cada uno de ellos en completa soledad.
Al final del empedrado trayecto, el silencio fue quebrantado, una voz le habló, era muy silenciosa, casi imperceptible a sus oídos, entonces se volvió para ver cual de aquellos niños podía hablar.
Hasta ella se presentó un pequeño que no tenía más de cinco años, con sus ojos bien celestes y rubios cabellos que adornaban cual corona su cabeza.
- ¿Porqué lloras pequeña? Le dijo.
- Porque he andado caminos muy largos y he visto todo desolado y triste y estos niños me siguen esperando que los lleve a un lugar mejor y yo no puedo guiarlos donde no puedo llegar, porque no sé.
- El hombre ha llenado este lugar de sombras, ha devastado los verdes prados, ha matado la vida que crecía en su entorno.
Ha hecho este lugar desolado y triste. Estos niños no escuchan ni hablan porque no están preparados para vivir de este modo.
El hombre, ha desterrado todo vestigio de amor, que reinaba aquí.
- Pero ellos no tienen culpa, yo quiero ayudarlos.
- Solo un alma capaz de generar y otorgar amor puede hacerlo, un espíritu tan puro e inocente, que entienda el valor de la vida y pueda honrarla, lo hará.
Solo esas personas tienen la herramienta para ayudar a estos niños y saben como usarla.
Son seres de luz que han sido creados para alumbrar en medio de la oscuridad.
Sigue tu camino pequeña, no puedes hacer nada, ni siquiera yo, nada puedo hacer con tanto odio reinante.
- ¿Quién eres tu? Preguntó la pequeña.
- No importa, si es posible que encuentre algún sitio donde reine el amor, me mostraré y el mundo me conocerá, pero ya no existe ese sentimiento tan puro en estos lugares.
Cuando dijo esto se perdió entre la muchedumbre de tristes caritas que como mar se agolpaban rodeando a la niña.
Ella levantó la vista al cielo y como la cascada que baja por la montaña, de sus hermosos ojos comenzaron a brotar cristalinas lágrimas.
A pesar de la pena que tenía por la impotencia no quería que los niños notaran su llanto y la vieran desilusionada, así que continuó la marcha y a su espalda los niños también lo hicieron.
Sólo el silencio se oía y las pisadas del innumerable éxodo que compartía el trayecto de la pequeña.
Con sus lágrimas brotantes, pensó que no podía rendirse, no por los chicos, que no existía nada más hermoso que verlos felices, decidió que nada ensombrecería su alma y que encontraría el camino.
Entonces cuando esperanzó su espíritu, reconoció su propósito y continuando la marcha aún con sus pies cansados, entre abrió sus labios y comenzó a cantar, primero pálidamente.
Lentamente comenzó a subir su tono de voz.
En aquel lapidario silencio, aquellas notas de su boca se desprendían como armoniosas melodías que comenzaron a dañar la oscuridad.
El apacible sonido además de inundar todo de luz, logró introducirse por los oídos del resto de los caminantes que se animaron a gesticular sus labios y acompañar la dulce canción que entonaba la pequeña.
De pronto era un coro unificado el que cantaba, todos tomados de la mano, con sus frentes en alto, la sonrisa se apoderó de sus rostros y comenzaron a danzar continuando el paso de la pequeña que no acallaba su dulce voz.
Al angelical coro, se sumaron los cantos de los pájaros, el sonido de las aguas, los resecos árboles se fueron vistiendo con verdes follajes y los áridos suelos se tapizaron con frescos pastos.
El exquisito aroma de las coloridas flores que comenzaron a brotar endulzaron todo le lugar.
El mágico sonido de la niña, estaba dando vida, regalaba amor y lo contagiaba, logró expandirlo por todo el valle y el sol brilló en lo alto.
Así se perdió el coro cantante y danzante en el horizonte, el brillante astro desde lo alto se maravilló con tanta belleza y prometió a la niña que ese lugar sería sagrado y en su honor sería nombrado.
Nunca se supo que fue de aquella niña, tampoco se sabe su nombre.
Dicen que aún anda los caminos, iluminando los senderos con su canto y regalando la apacible dulzura de su voz cargada de vida.
Lo que sí se sabe, es que en aquel páramo, antes triste y desolado, una noche, una joven madre, vio nacer a su hijo, un niño que irradiaba luz.
Cuentan que muchos lo veneraron como si fuera un Dios.
Aquel lugar, llevó por nombre: Belén.


La música que logre arrancarse de las páginas de este relato está íntegramente dedicada a mi hija .
Le regalo a ella la melodía que se oculta tras las palabras que conforman el relato, porque una vez la pequeña inspiró en mi la invención de éste cuento.
Que fue gestado y alumbrado dentro del corazón de la hija y su padre.
Por y para Belén Fagúndez.

Pablo Fagúndez.

lunes, 13 de abril de 2009

AMANTES.

Estoy jugando con fuego, se dijo.
Él sabía que embarcarse en aquella demencia podía dejarlo atrapado como al ratón tras su cebo.
Su espíritu estaba mal herido y su pensamiento pletórico de ella, sin quererlo y sin notarlo respiraba a ella, olía a ella.
Sudaba su pensamiento, el próximo paso sería irreversible, si continuaba no habría vuelta atrás, no para un alma que no podía preservarse del amor, a pesar de su dureza, su entereza y su creencia personal.
No había conseguido encontrar las armas que le permitieran liberarse de aquello que rondaba su mente.
Todos aquellos pensamientos prohibidos que tomaban diferentes rutas confluían en solo punto, ella.
Llegó al hotel, entusiasmado, como estudiante el primer día de clase, pidió una habitación, el tercer piso le aguardaba.
Casi tan presuroso como llegó, tomó la llave e inició la marcha rumbo al ascensor.
El corto trayecto de viaje lo halló de frente al espejo, con la algarabía dibujada en sus labios, el interminable tiempo de espera estaba llegando a su fin.
Por un momento cruzó por su mente el "después", entonces se volvió para no verse reflejado, como si le pidiera a su imagen que no propusiera interrogantes de las cuales no tenía respuestas.
Consultó su reloj, para que aquellos pensamientos punzantes se alejaran, quince minutos pasaban de las diez.
La cita que estaba pautada para las once.
Sabía que la espera sería larga. Cuando se hubo duchado, con las gotas de agua cayendo sobre sus hombros se dispuso a buscar ubicación en la cama.
Corrió la roja cortina, antes de hacerlo, observó la inmensidad de la noche, de la ciudad que ya se preparaba para descansar, contempló las mil estrellas que titilaban frente a sus ojos, oxigenó de aire sus pulmones.
Encendió un cigarrillo para amenizar la espera, el silencio reinaba. Solo él, sus recuerdos, el azul del cigarrillo elevándose, perdiéndose en el techo.
Cuando la colilla ya casi quemaba sus dedos, volvió a la realidad, se inclinó para apagar prácticamente el filtro que aún humeaba, logró ver sobre la mesa de luz algo escrito.
Había dos iniciales, H y D, enmarcadas en un corazón, y debajo esgrimía: " JAMAS TE OLVIDARE", rayado sobre la mesa, como si alguien lo hubiera escrito con la imperiosa necesidad de que perdurara sobre aquella lustrosa madera.
Sin duda estigma de una noche de pasión oculta, cuantas cosas encerraban aquellos escritos deficientes y desprolijos.
Dos letras, un corazón deformado y un breve texto, con un dejo de despedida provisoria o permanente, eso estaría en el corazón de los amantes, atrevidos, desafiantes del amor que habían perdido la razón embrigándose con la copa del deseo y habían sido derrotados.
¿Que enlutados recuerdos atarían aquellas mentes?
Mientras rondaban esas incertidumbres por su cabeza sintió dos golpes en la puerta. Incapaz de quebrantar el silencio, aguardó.
El pestillo de la puerta fue accionado desde el exterior, la tenue luz que ofrecía la luna le ayudó a comprender que aquel rostro que sigilosamente se acercaba hacia la cama, era el que había añorado, soñado y extrañado largamente.
Se arrodilló sobre el lecho para no perder detalle de la delicada fisonomía que veía caer desde sus sienes una enrulada mata de pelo que armonizaba aún más, el lineamiento de un rostro casi perfecto.
Y aún en la penumbra divisar el brillo intransferible de unos ojos ávidos por verlo.
Él, con la cara externa de la mano izquierda acarició aquellas ondulaciones marcadas en la suave cabellera, y luego fueron ambas palmas.
Subiendo desde la punta de los cabellos, hasta morir en el rostro, hasta posar sus yemas en la fina y delicada piel el rostro, para con sus pulgares recorrer sus comisuras hasta morir en el punto céntrico de los labios.
Supo que era ella, entonces sobrevino un largo abrazo, llevando muy suavemente la mano abierta hacia la base de la nuca de su visitante nocturna que había llegado a iluminar su solitaria nocturnidad.
Le enorme luna que brillaba desde lo alto conformando un terceto cómplice además de brinadar cansina luminosidad, otorgando a aquel interior un romanticismo supremo e indescriptible, prometía no quebrantar el silencio y esconder como tesoro el secreto pecaminoso que les estaba carcomiendo los cuerpos y las mentes.
Los ropajes que los cubrían ya formaban parte de la geografía de aquella pintura, que bien podía lograr inspirar a los pinceles más encumbrados.
Los besos prohibidos que habían rezagado el tiempo estaban llegando a destino, uno a uno y las caricias.
Las caricias que recorrían aquellos cuerpos, los abrazos apretados que se adeudaban, se liberaron sin medida
Cada uno de los poros de sus humanidades, ahora unificadas, parecían ser volcanes preparándose para erupcionar, gigantes naturales que parecían haber vuelto a despertar del letargo con el roce de la piel añorada.
Con una suavidad inusitada apenas se divisaba el movimiento pélvico bajo las delicadas sábanas, desde la distancia podían verse como caricias, como dulces palabras, melodiosas músicas que sólo lograban arrancar inaudibles quejidos placenteros de boca de los amantes.
Nada más ceremonioso, nunca algo tan protocolar.
Simulando dos cuerpos de cristal amándose, cuidándose, protegiéndose.
El momento de la explosión natural los halló amalgamados, unidos, transpirados, gozosos.
La brisa nocturna desde el exterior acarició la cortina naturalmente, como si nada pasara, ignorando completamente que en el interior de aquellas paredes el pacto vedado, silencioso de amor a escondidas se había cerrado...
Alocadamente su móvil rompió en alocada música, él despertó, buscó con sus ojos a la inspiradora de la noche, a quien compartiera su cama.
A nadie halló, estaba solo...
Desconcertado cerró la tapa del celular al leer el mensaje que le ofrecía excusas desesperadas, por no haber podido venir a la cita.

lunes, 6 de abril de 2009

Despierta enero.

Desde lejos podía divisarse como una mancha rosada entre el verde el paisaje.
Pero aquel elemento de rosado color penetrante distaba mucho de ser un elemento geográfico más.
Era una casa, una hermosa casa, a la cual sus habitantes habían querido enmarcar con aquel color, contrastante del entorno.
Presentando un techo marrón a dos aguas, otra edificación pequeña se erguía a su costado, lo que bien pudo haber sido el establo, esgrimiendo la misma tonalidad.
La vivienda estaba ubicada justo sobre la montaña, desde ella lograba verse la inmensidad del paisaje, y en esas mañanas tan cálidas, el dorado el sol espejándose en las aguas de un río que atravesaba el verde paraje.
María Inés decidió reposar sobre la elevación lindera a la vivienda y desde ahí maravillarse contemplando todo cuanto se presentaba frente a ella.
En aquella mañana luminosa del nuevo Enero recién nacido, aún en pañales.
Podía sentir la frescura del rocío alojado en los pastizales humectando las plantas de sus pies y las palmas de sus manos.
Aquel punto era el ideal, para tener todo el panorama al alcance de la vista, desde allí podía ver a sus nietos jugando, del otro lado, correteando tras la pelota.
Los enormes árboles que otorgaban sombra y frescura desprendían de sus altas copas los trinos de las aves respirando libertad.
La adoración de María Inés era sin duda el enorme y añoso castaño que majestuoso se levantaba a unos treinta metros con incomparable esplendor.
Tantos momentos mágicos y maravillosos había compartido en plena felicidad bajo el gigante que no era más que otro miembro de la familia.
En su tronco grueso de corteza marrón grisácea había sido estampada a facón la promesa de eterno amor que le jurara su amado Carlos.
Renovando el juramento cada vez que reposaban a la sombra del gigante añoso, como insignia marcada a fuego a flor e piel por dos enamorados.
A sus sombra, sus hijos habían dado los primeros pasos y se habían columpiado en sus ramas, regalando diversión y sonrisas.
Y todos aquellos momentos enmarcados en aquel entorno tan natural.
El disfrute era tal, que el tiempo parecía duplicar su avance, entonces entre me quedo y me voy, el día fue dando paso a la tarde.
María Inés decidió que era tiempo de volver y ahí nomás despegó sus blanquecinos pies de los verdes pastos y levitando abandonó el lugar, su lugar con la promesa del pronto reencuentro...
Cuantas almas ancladas en este espacio andarán buscando anidar en estas tangibles historias de vida.
Buscarán ser contenidas en esos lugares donde amaron y fueron amadas,
Donde sintieron, sufrieron, se esperanzaron, cuidaron, amamantaron y generaron vida.
¿No has sentido a tus almas queridas sobrevolar esos lugares donde fueron felices?
No es necesario que las veas, es posible sentirlas, como el viento, como la música, como los rayos de sol impactando tu rostro.
Andan deambulando los amaneceres, haciéndolos más hermosos, pintando con sus intensos rojos, la magnificencia de los atardeceres.
¿No los escuchas?
Han hecho nido en las dulces voces de tus hijos, en la infinita ingenuidad de sus profundas miradas
Ahí andan, tras tus pasos, Cuidándote, apuntalándote, conteniéndote.
Cuando venga la noche, se harán canción de cuna para velar tu sueño.
Cuando te encuentres dormido, arroparán la desnudez de tus hombros y besarán tu tibia frente.
Frescos perfumes de jazmines infundirán, en la soledad de tu madrugada, rumbo al amanecer.
Ese calor tan inmenso que supo contenernos con tanta intensidad, nunca desapareció, el destino lo ha convertido en estímulo de vida.
¿Solos?
Creo que nunca lo estamos,
Basta con acercarse a aquellos lugares donde esas llamaradas ya extinguidas, alguna vez ardieron la vida.

Pablo Fagúndez

viernes, 3 de abril de 2009

ALADA LIBERTAD.

En un castillo muy lejano, hace muchos muchos años vivía una princesa,
Joven y hermosa, sumamente atractiva, con un espíritu aniñado y ávido de libertad.
Su condición de princesa la mantenía a las sombras del encierro de los altos muros.
Jamás bajo ningún concepto podía salir de allí y menos conocer el ámbito pueblerino ni sus alrededores.
Largamente anhelaba tomar su caballo más veloz y hacerse libre sobre sus ancas, romper aquellas cadenas que la mantenían cautiva.
No existía noche que no la sorprendiera al amparo de su pena y apresada por la angustia, era recurrente en ella pasar semanas enteras en su cuarto, sin querer ver, ni hablar con nadie.
La desolación y la tristeza reinaba en una vida tan corta y a pesar de resistir cada nuevo día que despertaba en su ventana estaba ya doblegando su capacidad, su resistencia.
Pensamientos sombríos atacaban su alma, ideas morbosas se apoderaban de su mente, buscaba una liberación.
Los numerosos intentos que había ensayado habían fracasado o las eventualidades los habían truncado.
El Rey, su padre, no tenía dos opiniones al respecto, la realeza debía tomar su privilegiado lugar y no andar mostrándose en público compartiendo la ciudad de la gente común.
Esta situación tan tensa había generado asperezas en la relación padre e hija y ocasionado alejamientos, el diálogo entre ambos era casi nulo.
Hasta los mensajes meramente protocolares eran tratados por emisarios del Rey y no personalmente como solía ser.
-"Debe asumir y respetar su condición de princesa y obrar en consecuencia", fueron prácticamente las últimas palabras de su padre, harto de los intentos de evasión de la joven.
Si estos incidentes reales llegaban a traspasar los muros al exterior, sería una vergüenza.
El Rey no quería exponerse a la humillación generalizada.
Dos guardias de la entera confianza real habían sido apostados en los pasillos que daban acceso al dormitorio de la princesa.
Los uniformados se habían convertido en la sombra de la niña mujer que ya había perdido hasta los derechos de caminar libremente por el interior de la impresionante edificación.
Tanto era el descontento del Rey que hasta había pensado en romper una tradición anual del Reino en la cual se ofrecía una gran fiesta de disfraces, a la que eran partícipes todos los nobles del Reino y los adyacentes.
Cuando el miembro encargado de las relaciones comerciales previno al Rey que era sumamente necesaria la fiesta anual para los vínculos, el soberano modificó su postura.
La fiesta se realizaría como todos los años, pero con atento cuidado en el accionar de la muchacha, pues sería el momento propicio para intentar una vez más escapar.
Todas o casi todas las miradas estarían fijas en la princesa, que por supuesto intentaría escabullirse por el primer rincón que pudiese.
La princesa decidió escapar esa misma noche, en medio de la fiesta, cuando los acordes musicales alegraran la madrugada y el baile hubiera seducido a los invitados.
Entonces sería el momento propicio para echan a andar su alocada aventura de fuga.
Desatendería una vez más los designios de su padre, pero esta vez, en medio de todos, ante la mirada de toda la concurrencia, se iría para siempre de aquella cárcel de piedra.
Pero sabía que no tenía chance de irse, no sin ser vista, fríamente decidió que para poder escaparse debía abandonar su cuerpo, sólo así burlaría a sus perseguidores.
El día llegó, lo que comenzó siendo una demencial idea, era un propósito concreto,
Cuando la noche era alta y la melodiosa armonía musical lograba liberar el espíritu danzante de la concurrencia, en el exterior, se vio en medio de la oscuridad el cuerpo de una hermosa joven, cubierta por blancas vestiduras, lanzarse al vacío desde lo alto de la última torre.
Descendía fugazmente, como pájaro herido, como alma desolada habitando el cuerpo de un ave sin alas, ansiando libertad.
La hermosa luna pareció volverse para no ser un testigo más de la tragedia, en el momento del impacto, todos cuantos estaban en tierra aún cautivos por la envolvente música, rompieron en grito desgarrador y generalizado.
Dejaron de lado los acordes y los disfraces, la sangre había enlutado el festejo.
La luz solar llegó hasta ella y despertó, miró su entorno reconociendo el interior de su habitación, se sintió rara, diferente, distinta.
Una apacible voz le habló y volvió la vista a la ventana. Era un hombre de muy delicadas facciones y cuerpo rozando la perfección, con una mirada cálida y contenedora.
De sus espaldas se desprendían un par de hermosas y grandes alas.
El ser resplandecía ante la luz solar.
-
Princesa, una vez más has desobedecido a tu padre.
- ¿Porqué sigo entre estos muros? Apresada.
- No son los humanos los que deciden cuando irse y volver. Debes quedarte aquí encerrada hasta que se decida que hacer contigo.
- No quiero estar acá, es injusto, yo decidí marcharme, por eso salté.
- No es a mi a quien debes darle explicaciones, ahora debo marcharme.
- No, explícame porque mi vida tuvo que ser un encierro. ¿Qué mal hice?

El ser alado se detuvo a pensar por un momento, luego marchó hacia la ventana y extendió sus alas, antes de iniciar el vuelo...
- Sígueme princesa, toma mi mano, te mostraré lo que quieres ver.
Ambos emprendieron el vuelo, bajo el cielo celeste, carente de nubes, nada para ella era diferente, todo se veía igual, solo que ahora si estaba volando.
Verdes prados se presentaron ante sus ojos y alcanzó a divisar una pequeña vivienda en madera, muy humilde y a las afueras, un anciano reposando sobre una mecedora, con ropajes raídos y sombrero de paja sobre su testa, descalzo.
- ¿Quién es? Preguntó la princesa.

Sabiéndolo un campesino común y añoso.
- Eres tú princesa, en tu historia anterior.
- Era pobre, pero libre, en mi vida pasada... Era libre.
- Tú si, pero... No necesitas mis alas, baja y entra en la posada, ahí están tus respuestas.
La princesa bajó suspendida en los aires, al ingresar a la precaria vivienda observó que en su interior no había sillas, ni mesas, ni camas...
Sólo pájaros, cientos de ellos, miles. Hermosos y coloridos, con diversos plumajes.
Las entristecidas aves parecieron observar el paso de la muchacha entre los barrotes de grueso alambre que conformaban la integridad, de las numerosas jaulas que los contenían.


Pablo Fagúndez.