miércoles, 28 de enero de 2009

Impregnación, inspiración y escritura.

El proceso de creación de este cuento corto que me dispuse a escribir antes de tener el gusto de conocer a los protagonistas, surgió sin quererlo un domingo a media tarde siendo yo pasajero de un ciento noventa y dos que iba desde el Hipódromo hasta el Parque Rodó.
En la incesante búsqueda de personajes bien definidos, con atributos y reacciones propias e intransferibles, mi espíritu de pesquisa me llevó a posar la mirada en una joven. No evidenciaba más de treinta años.
La proximidad que me unía a ella me obligaba a no perder detalle, me aproveché entonces de la posibilidad que me otorgaba la eventual providencia y me dispuse a realizar una pintura descriptiva de aquella persona con la herramienta que tenía más a mano que era el sentido óptico.
Morocha blanca, de metro setenta aproximadamente, de larga y enrulada cabellera negra azabache, su piel presentaba un tostado uniforme producto de muchos días de playa al amparo del sol.
Ese tinte tan particular, que solo aquellas pieles morochas son capaces de retener, que también son producto de envidia en personas carentes de pigmentación que apenas consiguen un rojizo color que va desapareciendo con el correr de los días.
Grandes ojos marrones, penetrantes e inquietos, delicada nariz que delimitaba la fineza de un rostro casi perfecto, en la altura de los pómulos, se mostraba llovido por pecas amarronadas que volvían aquellas facciones mucho más aniñadas.
Labios vestidos con un tinte de brillo, algo gruesos y sugestivos, armoniosas curvaturas físicas definiendo la perfecta proporcionalidad de un cuerpo femenino que bien podría ser, más que digno representante del género.
El vestido blanco, casi ajustado a la piel era delator inequívoco de que la visión que se ofrecía hacia el exterior no era maquillaje ni escenografía montada. Su brazo derecho cargaba un bolso amarillo playero, seguramente atiborrado de artículos femeninos, pues se veía bastante pesado.
Los miembros inferiores que lograban verse escapando de la ropa continuaban no sólo la armoniosidad del físico, sino también la asoleada piel.
Mostrando unos muslos firmes y uniformes, unas piernas que a la vista, eran capaces de despertar pensamientos ocultos e inenarrables.
Morían en unos pies muy pequeños conformados por unos dedos también chicos que exhibían redondez y se presentaban en escalera, la femeneidad presente en cada uno de los elementos físicos.
Ahí estaba mi grabador ocular transfiriendo tantos datos por segundo como mi mente era capaz de procesar.
Gestos, movimientos, reacciones, sonrisas, hasta los soplidos que despedía como resultante del abrazador calor del cual todos estabamos cautivos dentro del vehículo.
Cuando sonó su celular y respondió, lejos de querer llamar la atención con una alocución estridente y alocada, lo hizo de manera silenciosa casi imperceptible, como un susurro de palabras que morían en el móvil casi al instante de desprenderse de sus labios.
Apenas si gesticulaba, se mostraba reacia a dialogar en público, podía notarse en sus mejillas el dejo colorado teñido por la llamada, más allá del ataque solar.
Después del incisivo escrutiño visual empecé a imaginar cosas, a conjeturar frente a una figura completamente desconocida, que me había seducido a la invención de una historia.
Imaginé que ideas cruzarían por su mente al saber que prontamente iba a ser inmortalizada en una historia, si pudiese llegar a importarle que alguien posara sus ojos en ella con esa finalidad, se alegraría, se enojaría.
De alguna forma estaba, si se quiere, ocupando un lugar de privilegio, estaba siendo conocida por alguien desde el silencio, pero también dentro de un marco de profundo respeto y que en esas mismas condiciones iba a permanecer en su memoria.
Que sería querida, admirada y respetada, por el solo hecho de que iba a provocar en mí sin saberlo, alegrías, tristezas, emoción, amor, odio, envidia, en fin... Todos los sentimientos humanos, como lo hacen todos y cada uno de mis personajes ya que si no rubricaran eso en mí, jamás podría darles vida a través de mi escritura.
Aunque el cruel devenir del tiempo y el desgaste biológico propio del paso de los años minimizara las formas de un cuerpo tan esbelto, trayendo consigo el cabello plateado y las arrugas indetenibles, quedaría para siempre impresa con la frescura femenina que hoy cargaba sobre sus hombros.
Tal vez el incierto e insondable futuro llevara la historia a manos de sus hijos, nietos o sobrinos, sin que éstos imaginaran por un solo segundo, que ella había sido la dama inspiradora a la hora de comenzar a romper con la negra tinta la blancura del papel.
Imagino que en mí sería motivo de orgullo y al verla bajar del ómnibus y seguir con la mirada ese andar tan rítmico y femenino pensé, si alguna vez, algún ladrón de historias habría vuelto su mirada sobre mi imagen para acunarme bajo su pluma y otorgarme longevidad física desde su frondosa y creativa imaginación.

Pablo Fagúndez.

sábado, 24 de enero de 2009

Esperanzas sangrantes

El período pos guerra había iniciado el tiempo de retorno de los sobrevivientes a sus hogares.
Mientras en Nuremberg soplaban discutidos vientos de justicia, en el resto de la Europa devastada se gestaba un tiempo de reconstrucción, de un continente arrasado, una vez que la terrible acción bélica llegara a su fin.
Tiempo de heridas sangrantes, de dolor adaptado a la vida cotidiana de una sociedad sumida por el terror de la guerra.
Mientras el mundo sorprendido, era testigo de las innumerables barbaries tejidas por la finalmente derrotada Alemania Nazi, al noroeste de Italia, en la región de Píamente , limítrofe con el país Francés, en el pueblo llamado Pinnerolo, una valiente mujer lloraba la inevitable perdida de su amado esposo, en los brazos del gigante armado que cobró millones de vidas.
Inspirada solo en el desolador presente de sus tres hijos, Sophia veía pasar sus días y noches sin mucho estímulo de vida.
Durante el tiempo más crudo, hasta sus manos habían llegado dos cartas informándole de su esposo, la última casi al final del terror anunciaba el deceso de Luciano.
No había caído un soldado más, citaba la misiva, sino un gran guerrero, compañero y amigo, había perdido su vida un gris amanecer socorriendo a un soldado compatriota herido, no vio caer la granada que fue arrojada a escasos metros de él y sintió el estallido mientras cargada con su amigo.
Cuanto más valor cobraría aquella muerte, en las condiciones que se había desarrollado.
Sophia con treinta y tres años, había soportado la terrible pérdida, pero jamás se repondría al dolor latente, solo fingía frente a sus pequeños, para que no tuvieran que sufrir la falta de su padre, día a día, momento a momento como lo hacía ella.
Una noche cubierta entre el sudor y las sábanas había logrado dormirse con lágrimas brotantes por el recuerdo de su esposo.
El instante de sueño logró trasladarla al enfrentamiento armado donde se decidiera el destino tan desgarrador, como si se encontrara posada desde el cielo, en las alturas viendo lo que acontecía en tierra.
Logró ver a su esposo atrincherado con dos compañeros más, el primero recibió un disparo de bala sobre el pecho, estaba herido y lloraba, pedía auxilio.
De pronto su esposo, en un hecho heroico y rebelde saltó la trinchera para socorrer a su amigo, en peligro de muerte a merced de sus enemigos.
Lo colocó sobre sus hombros bajo una lluvia de balas a su alrededor.
Una granada lanzada desde el frente cayó próxima a él, su moribundo aliado al ver el artefacto en el suelo y al saberse perdido, herido de muerte, se lanzó sobre el explosivo para amortiguar la detonación y que su rescatador no muriera.
Cuando estalló, Luciano quedó caído inconsciente.
Desde la altura Sophia lloraba la muerte de su compañero, estaba siendo testigo presencial del heroísmo de Luciano y de que manera tan injusta lo había hallado la muerte.
De pronto, alcanzó a ver que su marido se movía, abría los ojos y giraba.
No estaba muerto, Luciano estaba vivo.
Nuevas luces de esperanza recorrieron su espíritu, despertó en plena noche, con su pecho palpitante por la increíble revelación de su sueño.
Sudorosa, se posó frente al espejo, ahora no soñaba, sabía que su amor estaba con vida y pronto vendría a su encuentro.
Cuando la noche siguiente logró impregnarla de un sueño profundo, se dejó llevar por la borrachera de esperanza e ilusión que desbordaba su pecho.
Volvió como un ave a sobrevolar los cielos, esta vez sobre tierra de Pinnerolo, a lo lejos vio dibujarse una figura... Masculina, con la proximidad se volvía mas real, más vívido, era su esposo.
Volvía una mañana, los pájaros cantaban, el sonido del despertar de su tierra, se sintió feliz y gozosa, desde lo alto, como nunca, como tantas veces antes en los brazos de Luciano... Despertó.
La tenue luz del nuevo día hacía su ingreso por los cristales de su habitación, estaba amaneciendo y comprendió que el día había llegado, el interminable tiempo de espera, llegaba a su fin.
La soledad, el dolor, la angustia y el miedo quedaban atrás, el tiempo de reencuentro estaba a punto de llamar a su puerta.
Pero no había esperado tanto para quedarse sentada aguardando su llegada.
La velocidad inusitada con la cual logró levantarse, asearse y vestirse apenas si le demando unos cuantos minutos.
Con la suave brisa matinal inició la marcha presurosa, al lugar donde en sueños, había visto presentarse la figura de su amor.
Finalmente contempló el perfil esperado dibujarse desde el horizonte, se apresuró hacia él, que al verla extendió sus brazos y una sonrisa pareció iluminar su rostro.
Los primeros rayos solares caían a la tierra, como manantial luminoso.
Ambos se reconocían, no obstante la distancia, porque se habían soñado y añorado largamente
Luciano comenzó la carrera a los brazos de Sophia.
Fue tan resonante el estruendo que causó la mina enterrada a las afueras del pueblo cuando Luciano la pisó en su desesperada carrera, que estremeció a todos los habitantes de Pinnerolo.
Pensaron por un instante que en aquel amanecer los ataques habían regresado, en realidad era el manotazo de la guerra, casi muerta que regresaba a Italia solo por unos instantes, para convertir un sueño en pesadilla.
Con la estampida aún resonando en sus oídos, descalza y luciendo la ropa de noche, salió lanzada a la calle, como si aquella oscura visión premonitoria potenciara el poderío muscular de sus piernas, sólo pensó en sus hijos e increíblemente su velocidad aumentaba, al igual que su ritmo cardíaco.
Tropezó cayendo y rodando de forma aparatosa, instantáneamente logró la verticalidad para continuar la furibunda corrida, la sangre brotada por las heridas en su rostro, se confundían con sus lágrimas y el dolor, consecuencia del golpe era insostenible.
Aún así no detuvo su marcha, ni aminoró la velocidad pues las angelicales caritas de sus pequeños volvían a su mente como pantallazos de dolor.
La silueta de Luciano había logrado desprenderse del horizonte y avanzaba con prisa y sin pausa, un desgarrador grito de la chica retumbó por la bajante, el esfuerzo de la marcha era inhumano, a unos cuantos metros, lanzó un descomunal salto, como si desde sus omóplatos se desprendieran y desplegaran un par de alas, con sus brazos dispuestos horizontalmente impactò sobre el torso de Luciano, haciéndolo colapsar, ambos rodaron sobre el árido terreno.
Cuando la brisa de la tarde traía consigo los primeros nubarrones de tormenta, las autoridades, radar en mano, lograban extraer desde el pedregoso suelo, una mina oculta que había logrado burlar los controles.


Pablo Fagúndez.