sábado, 24 de enero de 2009

Esperanzas sangrantes

El período pos guerra había iniciado el tiempo de retorno de los sobrevivientes a sus hogares.
Mientras en Nuremberg soplaban discutidos vientos de justicia, en el resto de la Europa devastada se gestaba un tiempo de reconstrucción, de un continente arrasado, una vez que la terrible acción bélica llegara a su fin.
Tiempo de heridas sangrantes, de dolor adaptado a la vida cotidiana de una sociedad sumida por el terror de la guerra.
Mientras el mundo sorprendido, era testigo de las innumerables barbaries tejidas por la finalmente derrotada Alemania Nazi, al noroeste de Italia, en la región de Píamente , limítrofe con el país Francés, en el pueblo llamado Pinnerolo, una valiente mujer lloraba la inevitable perdida de su amado esposo, en los brazos del gigante armado que cobró millones de vidas.
Inspirada solo en el desolador presente de sus tres hijos, Sophia veía pasar sus días y noches sin mucho estímulo de vida.
Durante el tiempo más crudo, hasta sus manos habían llegado dos cartas informándole de su esposo, la última casi al final del terror anunciaba el deceso de Luciano.
No había caído un soldado más, citaba la misiva, sino un gran guerrero, compañero y amigo, había perdido su vida un gris amanecer socorriendo a un soldado compatriota herido, no vio caer la granada que fue arrojada a escasos metros de él y sintió el estallido mientras cargada con su amigo.
Cuanto más valor cobraría aquella muerte, en las condiciones que se había desarrollado.
Sophia con treinta y tres años, había soportado la terrible pérdida, pero jamás se repondría al dolor latente, solo fingía frente a sus pequeños, para que no tuvieran que sufrir la falta de su padre, día a día, momento a momento como lo hacía ella.
Una noche cubierta entre el sudor y las sábanas había logrado dormirse con lágrimas brotantes por el recuerdo de su esposo.
El instante de sueño logró trasladarla al enfrentamiento armado donde se decidiera el destino tan desgarrador, como si se encontrara posada desde el cielo, en las alturas viendo lo que acontecía en tierra.
Logró ver a su esposo atrincherado con dos compañeros más, el primero recibió un disparo de bala sobre el pecho, estaba herido y lloraba, pedía auxilio.
De pronto su esposo, en un hecho heroico y rebelde saltó la trinchera para socorrer a su amigo, en peligro de muerte a merced de sus enemigos.
Lo colocó sobre sus hombros bajo una lluvia de balas a su alrededor.
Una granada lanzada desde el frente cayó próxima a él, su moribundo aliado al ver el artefacto en el suelo y al saberse perdido, herido de muerte, se lanzó sobre el explosivo para amortiguar la detonación y que su rescatador no muriera.
Cuando estalló, Luciano quedó caído inconsciente.
Desde la altura Sophia lloraba la muerte de su compañero, estaba siendo testigo presencial del heroísmo de Luciano y de que manera tan injusta lo había hallado la muerte.
De pronto, alcanzó a ver que su marido se movía, abría los ojos y giraba.
No estaba muerto, Luciano estaba vivo.
Nuevas luces de esperanza recorrieron su espíritu, despertó en plena noche, con su pecho palpitante por la increíble revelación de su sueño.
Sudorosa, se posó frente al espejo, ahora no soñaba, sabía que su amor estaba con vida y pronto vendría a su encuentro.
Cuando la noche siguiente logró impregnarla de un sueño profundo, se dejó llevar por la borrachera de esperanza e ilusión que desbordaba su pecho.
Volvió como un ave a sobrevolar los cielos, esta vez sobre tierra de Pinnerolo, a lo lejos vio dibujarse una figura... Masculina, con la proximidad se volvía mas real, más vívido, era su esposo.
Volvía una mañana, los pájaros cantaban, el sonido del despertar de su tierra, se sintió feliz y gozosa, desde lo alto, como nunca, como tantas veces antes en los brazos de Luciano... Despertó.
La tenue luz del nuevo día hacía su ingreso por los cristales de su habitación, estaba amaneciendo y comprendió que el día había llegado, el interminable tiempo de espera, llegaba a su fin.
La soledad, el dolor, la angustia y el miedo quedaban atrás, el tiempo de reencuentro estaba a punto de llamar a su puerta.
Pero no había esperado tanto para quedarse sentada aguardando su llegada.
La velocidad inusitada con la cual logró levantarse, asearse y vestirse apenas si le demando unos cuantos minutos.
Con la suave brisa matinal inició la marcha presurosa, al lugar donde en sueños, había visto presentarse la figura de su amor.
Finalmente contempló el perfil esperado dibujarse desde el horizonte, se apresuró hacia él, que al verla extendió sus brazos y una sonrisa pareció iluminar su rostro.
Los primeros rayos solares caían a la tierra, como manantial luminoso.
Ambos se reconocían, no obstante la distancia, porque se habían soñado y añorado largamente
Luciano comenzó la carrera a los brazos de Sophia.
Fue tan resonante el estruendo que causó la mina enterrada a las afueras del pueblo cuando Luciano la pisó en su desesperada carrera, que estremeció a todos los habitantes de Pinnerolo.
Pensaron por un instante que en aquel amanecer los ataques habían regresado, en realidad era el manotazo de la guerra, casi muerta que regresaba a Italia solo por unos instantes, para convertir un sueño en pesadilla.
Con la estampida aún resonando en sus oídos, descalza y luciendo la ropa de noche, salió lanzada a la calle, como si aquella oscura visión premonitoria potenciara el poderío muscular de sus piernas, sólo pensó en sus hijos e increíblemente su velocidad aumentaba, al igual que su ritmo cardíaco.
Tropezó cayendo y rodando de forma aparatosa, instantáneamente logró la verticalidad para continuar la furibunda corrida, la sangre brotada por las heridas en su rostro, se confundían con sus lágrimas y el dolor, consecuencia del golpe era insostenible.
Aún así no detuvo su marcha, ni aminoró la velocidad pues las angelicales caritas de sus pequeños volvían a su mente como pantallazos de dolor.
La silueta de Luciano había logrado desprenderse del horizonte y avanzaba con prisa y sin pausa, un desgarrador grito de la chica retumbó por la bajante, el esfuerzo de la marcha era inhumano, a unos cuantos metros, lanzó un descomunal salto, como si desde sus omóplatos se desprendieran y desplegaran un par de alas, con sus brazos dispuestos horizontalmente impactò sobre el torso de Luciano, haciéndolo colapsar, ambos rodaron sobre el árido terreno.
Cuando la brisa de la tarde traía consigo los primeros nubarrones de tormenta, las autoridades, radar en mano, lograban extraer desde el pedregoso suelo, una mina oculta que había logrado burlar los controles.


Pablo Fagúndez.

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