jueves, 12 de febrero de 2009

Armonizado atardecer.

Acaso por el intenso calor agobiante que reinaba implacablemente, o por los densos nubarrones que lentamente venían agolpándose desde el este, presagiantes de tormenta, la tranquilidad y la paz en esta porción de la costa era única.
El sol con toda su magnificencia, sigiloso, desde lo alto hurgaba cuanto acontecía en la vasta zona.
Alcanzó a divisarla como si fuera un minúsculo punto, llegó a envidiar aquella figura, no era posible que solamente una persona disfrutara aquel marco tan esplendoroso.
Ahí estaba, reposando sobre una lona, acompañada por el sonido del mar y los rayos solares que caían sobre su piel.
Nada parecía capaz de quebrantar aquel místico entorno, el fresco de la brisa que comenzaba a generarse desde la costa, traía alivio a un cuerpo tostado.
Para comprometer aún más los sentidos, llegaban hasta ella los intensos y particulares aromas del mar.
Si era posible trasladar el paraíso hasta la tierra, ella lo había logrado, en aquel pequeño micro clima que comprometía la naturaleza con la belleza femenina, las obras mejor logradas por toda la creación, estaban pintadas sobre aquel lienzo, que se dibujaba amarillento desde lo alto.
No muy lejos de ella, como un susurro casi imperceptible se hizo oír.
Cuando la tarde estaba ya cargada con toda la hermosura que fuera capaz de contener, una apacible melodía comenzó a desprenderse de las cuerdas de una guitarra, el mar sin quererlo se hizo cómplice y amigo del reposado sonido que despedía el instrumento y al mezclarse generaban una melodiosa mixtura.
Ella entreabrió los ojos, logro divisar una figura masculina, sentada sobre la arena, sosteniendo su guitarra y observándola, detenidamente.
Entonces comenzó a cantar, intentando llamar la atención de la chica que sin gesticular su rostro, podía presentirse extasiada, aún con los aportes del misterioso trovador.
El enigmático musiquero que se había permitido corromper aquel marco natural era sabedor de que sus sonidos llegaban hasta la joven colmados de mensajes insinuantes, que cobraban vigor al amparo de la natural belleza, donde ningún alma puede mostrarse reticente al romanticismo.
Aquellas armoniosas y dulces canciones despertaban en ella sentimientos inenarrables y ocultos, habían atravesado todas las líneas de defensa, dejándola desnuda y desprotejida a merced del juglar, que no cesaba en sus esfuerzos por conquistar terreno.
El alto sol perdía fuerzas, se mostraba cansino, su tiempo de vida estaba extinguiéndose, había comenzado a decaer y luchaba por ganarle a la oscura noche que religiosamente, siempre llegaba a su cita.
Tras largas horas de música y canciones el cantante decidió arrimarse para admirar de cerca de la inspiradora que había atestiguado su repertorio.
Cuando estuvo próximo se inclinó, ella abrió los ojos, lo esperaba, lo presentía.
Su fibra más íntima, lo añoraba, lo deseaba.
El había llegado hasta un privilegiado lugar, con arte, regalando más que música, atravesando horizontes prohibidos, de los cuales no se lograba salir sin ver el rostro oculto de quien moraba aquellos insondables lugares.
El efímero ropaje que los cubría pasó a ser parte del arenoso suelo, calor sobre el calor, aquellos cuerpos que habían resistido el asedio solar, estaban ahora cautivos por otro fuego que se expandía internamente.
Aquella sed que había provocado la fusión de temperaturas, solo podía ser saciada en el fresco manantial del éxtasis amatorio.
Al cual se entregaron sin miramientos y echando por tierra cualquier consecuencia o prejuicio.
El sol se sumergía ya en las aguas tejiendo un manto dorado sobre la superficie acuática.
El rojizo cielo comenzaba a velar el día, sobre el suelo el sol ya no impactaba sus rayos, mas en la arena el calor habìa quedado impregnado.
Cuando la noche, el viento y la lluvia pasaran, se llevarían consigo las huellas de las dos figuras anexadas, que quedaran en la arena, siendo prueba tangible del alocado e impulsivo encuentro.

Pablo Fagúndez.

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